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¡Llegar a casa!
sentarse en el andén
de su sonrisa profunda,
en el vacío eterno
que traducen sus ojos nocturnos,
hasta abrazar con desgano el frío
que recorre el camino incierto
de su espalda,
mientras que sus heridas se hacen cada vez más dóciles.
Cada corte vasto es un sentimiento abstracto y conocido
que se hunde en un parpadear efímero.
Sus manos temblorosas contienen el tacto franco,
el sentido agudo
de su verso libre.
Un recuerdo vago es el que la acompaña
en sus noches concurridas,
tan llenas de nostalgias,
soledades intrínsecas,
flores escondidas
y girasoles secos.
Sus pisadas son fúnebres
y cargan con el rumor a muerte.
Amurallar la noche de tal forma
que no quede ninguna fisura en el aire
por donde pueda colarse su recuerdo
que ahoga mi sombra en la ceniza
del beso.
Aquel beso sombrío
que acordamos
trazar en nuestros sueños lánguidos
y que ahora es océano
de lágrimas
que anclan en el crepúsculo
de un cielo
moribundo,
ese mismo cielo
que te extraña
y te vió partir.
Las penumbras acechan con su disfraz
de pájaro verdugo
el cadáver
del deseo,
y la distancia es ahora
la tormenta en mi vaso.
Andrés Mauricio Suárez Acevedo.
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