Seudiel Ramírez empuña el fusil entre sus manos y ancla la
mirada hacia su objetivo. Uno, dos, tres.
Dispara a quemarropa. Las tripas del
animal salen dando vueltas por el aire, la sangre que se escabulle desde el suelo toca
sus pies descalzos , se filtra entre sus dedos y ahí comienza la danza de la
victoria. Me dice que han pasado treinta años desde entonces.
Ahora sus ojos se abren lentamente como persianas a la luz
recordando aquellos tiempos en los que fue verdugo de la vida misma; en eso una
niña con capul y vestida de blanco esboza para él su mejor sonrisa, Seudiel mueve
la cabeza, apunta, cuenta hasta tres y luego dispara. Esta vez no hay tripas,
no hay sangre no hay danza.
La luminancia del flash
viaja a cien millonésimas de segundo, lo que hipotéticamente tardaría una mujer
en consumar un orgasmo, una gota de lluvia en caer a la tierra y una bala en
penetrar el pellejo de una vaca, la misma que Don Seudiel atrincheró y mató hace
treinta años, no por hobby sino por supervivencia.
Abuelo paterno a cargo de tres pequeñas
criaturas : Dos varones de doce y una mujercita de quince que le esperan en
casa con los brazos abiertos y quizá una taza caliente de chocolate, en la que
pueda palpar con sus dedos el calor de hogar que por años ha guardado con
recelo en su corazón.
Ese miso día, miércoles, el atardecer mordisqueaba las nubes
como para que lloviera, pero eso a él no le importaba, era feliz en su trabajo
de fotógrafo, iba de allí para allá con su sombra a cuestas balbuceando para sí
que el empirismo era la única ciencia exacta en esta técnica que llaman
fotografía. Conté cincuenta pasos, treinta y dos palomas, diecisiete árboles,
mil quinientas baldosas, 1800 segundos y treinta minutos en los que don Seudiel
recibe a su próximo cliente. Aquella escena instintiva devora hombres en la que
una cantidad exacta de siete fotógrafos cercaban el parque Santander acechando
a los turistas. Lo anterior pareciome tan frágil y jocoso que evocó en mí una escena de la
película tiburón cuatro.
“Un gran poder conlleva una gran responsabilidad” y éste a diferencia de los hombres que
acostumbran a salir en las noches por la tele portando una capa roja o un cinturón dotado de un arsenal
inimaginable de armas, tiene en sus hombros la responsabilidad de capturar con
su cámara fotográfica un espacio y momento irrepetible en la historia de cada
persona.
Pasan otros treinta minutos en los que Seudiel, el de la
vaca, el del fusil, el de la taza de Chocolate tomó su última fotografía, está cerca de
anochecer, hoy su tu trabajo no dio las ganancias esperadas, según él cada día que trasciende es más
difícil trabajar pues de apoco se esfuma la esperanza de que el turismo en la ciudad
de Cúcuta tenga el auge que alguna vez llegó a tener en tiempos de antaño. Entonces
llueve.
Los transeúntes en las calles corren desorientados, el
torrencial aguacero golpea rítmicamente el pavimento, los almacenes de junto empiezan
a cerrar, en cuestión de segundos el parque
Santander vuelve a quedar vacío; las palomas observan y se ríen de la estupidez
humana, Don Seudiel en cambio enciende un cigarrillo y me alcanza uno por cortesía, “Lo siento, no
fumo “le digo. “Usted se lo pierde”
Varios segundos después de haber tenido el crocante placer
de fumarse en un único cigarrillo las horas laborales, recostado sobre un árbol
Don Seudiel con sesenta y siete años guerreados a capa y espada decide por fin
marchar rumbo a su casa. Camina desde el parque Santander hasta la avenida libertadores,
da dos vueltas sobre su propio eje, corre bajo la lluvia, saca su paraguas y se
pierde entre la penumbra.