Insólito instante en el que
el alba golpea el sueño, quema con fulgor la existencia, luego como por
antesala el despertador chilla indicando las cinco de la mañana. Debo
levantarme, hacer los rituales previos al despegue, sacar del lavabo los
zapatos de ducha que en la noche
anterior había echado en remojo, no por ganas propias sino por curiosidad a ver
si se arrugaban como los dedos de la mano, como los dedos de los pies, como se
arruga el alma a veces cuando llueve.
La primera circunstancia por
no decir obstáculo y recaer en lo repetitivo, es que precisamente no tuve agua
ese mismo día, por un momento se cruzó por mi cabeza la idea de salir desnudo a
la calle y pedir un baño prestado, el de mi vecina, la rubia de ojeras
prolongadas, senos perfectamente levantados a la altura de su cuello, curvas
como carreteras que iban directamente al infierno. Como hechos que se desencadenan el acto anterior podría llevarme a un juzgado en
el que seguramente me tildarían de loco y me imputarían los cargos de
exhibicionista; en todo caso no tendría el dinero suficiente para costearme un
abogado que sepa de rubias y desnudos.
Giré la llave y en vez del líquido
cristalino cayó una nube de polvo que cubrió por completo mi rostro, la misma
que cubre con recelo las paredes de la casa. Me avivé entonces a poner en
práctica las clases de karate, salí dando botes hasta encontrar las escaleras,
me arrastré a ciegas por el barandal
tratando de esquivar el vértigo que me producen las mismas, así pues llegué
abatido hasta el sofá de terciopelo azul en el que yacía mi camiseta a cuadros.
Con un ligero movimiento de manos me la eché encima y apresuré a anidar los
doce botones perfectamente añadidos a la costura, no tuve más remedio que repetir
una y otra vez el mismo movimiento, pues nunca he sido bueno en eso de abotonar,
pero existen a quiénes éste procedimiento les resulta pan comido y lo adoptan
como un deporte.
Ese día, lunes, la lluvia
golpeaba rítmicamente el pavimento, pareciera que el cielo se consumaba. Afuera
y con el ánimo de tapar las grietas emergentes en el tejado, distribuidas por
todo el garaje una cantidad inimaginable de cubetas rebosadas de agua le hacían
pasarela a mi automóvil; mientras tanto yo buscaba las llaves del coche con el cual me abriría paso hasta el trabajo.
Las horas punzaban salvajemente
mi estómago, tenía tanta hambre que pude haberme comido las tres cuartas partes
de una vaca, la misma que en esos instantes danzaba ante mis ojos. No tuve el
tiempo suficiente para desayunar un merecido plato de huevos revueltos con una
pieza de pan, acompañado de una espumeante taza de chocolate, quizá esa sea la
causa de mi delirio, ni siquiera tuve el
tiempo que es requerido para afeitarme
la barbilla, y con eso lo digo todo.
Estoy seguro de que alguien
en estos momentos estaría deseando tener el trabajo que por desgracia yo poseo,
no es fácil en definitiva ser el asistente
de un alcalde, acompañarle durante todo
la mañana en sus reuniones absurdas de las que no sale ni un pedo, verle verter
por su hocico cantidades excesivas de cafeína, oírle toser nubes olorosas a cigarrillo
y mierda mientras se esfuerza por controlar el
párkinson; al final en un intento casi que heroico le observo firmar
tratados y leyes, acto seguido, se la lava las manos, camina hasta su camioneta
blindada y sigue como si nada hubiese pasado. Mientras mis meditaciones filosóficas
y políticas levemente se acercaban a una falacia, ví asomar bajo la cama el mango
de las llaves, me agaché para tomarlas y en eso oí como el pantalón se rompía
causando una abertura tan larga como la cordillera de los andes, en la que
fácilmente mi mano iba y venía sin problemas. Remendarlo me llevaría horas, de
eso estoy seguro, así que tuve que improvisar usando una bermuda del mismo
color para cubrir el penoso agujero.
Finalmente listo para partir,
sentado en el auto con un pie en cloche y otro en el freno giré la llave dos
veces a la derecha, no pasó nada, dos veces a la izquierda, no pasó nada,
golpeé abruptamente el volante y en eso escuche bramar el motor del carro,
adapté los tres espejos a mis ojos, solté el freno de mano y cuando estaba a
punto de salir pensé: Hoy es un muy bonito día para caminar.