Bastó un
segundo para sentir de nuevo ese temblor en las piernas, para que los dolores
me tomaran por cuello hasta lanzarme hasta el pie de la sombra de Irene.
Era ese
dulce tono de voz femenino y fugitivo el que solía sacarme de entre las
cuerdas, de la esquina del cuadrilátero donde se escuchaba vagamente el aullido
de pasos en un corredor, sonidos de hospital y un leve llanto de sosiego. Con
la misma certeza con la que caí al suelo me levanté, acaparando con mis dos
manos la fuente de sangre que fluía desde mi boca. Tenía que devolver el golpe,
un golpe mucho más fuerte. (Izquierda arriba, derecha arriba y gancho) Así me
lo enseñó papá que de momento no estaba presente; había asistido a un velorio
de última hora. Suele pasar de entre dicho: Cuantas más ganas de vivir se
tienen, más rápido se pelea con la muerte.
De a poco
fui bordeando ese espacio infinito que me separaba de los ojos de Irene, ojos
que se iban clavando como garras en los míos, pequeñas canicas azules serpenteando
mi pecho como queriendo desnudar el alma. Apreté rápidamente los nudillos
pintados de una maza viscosa color rojizo y lancé sin previo aviso mi mejor y
último golpe.
La
habitación en la que estaba permaneció en silencio, nadie se movió entonces.
Mamá y tía Constanza lloraban consolándose mutuamente, distribuidos por toda la
sala algunos familiares que pude reconocer fácilmente: Tío Ernesto, Abelardo,
Ignacio, Esther y Margarita. Todos vestían muy elegantes zapatos de chanel y
corbata. Mamá, quien
no podía contener las lágrimas, ahora resguardada en los brazos de mi padre que
la besaba suavemente en la mejilla para tratar de calmarla. (Todo irá bien) decía.
En eso, una mujer de cabello oscuro y
ojos azules se acercó al féretro y observó al difunto. Fue entonces cuando supe
que aún vivía en los ojos de Irene.
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